Música para leer

lunes, 6 de febrero de 2012

El prado


 Éramos pequeños niños inocentes. Los globos nos hacían ilusión y el algodón de azúcar nos hacía sonreír. Nos sentábamos bajo el árbol más especial del prado y mirábamos al cielo. Pensábamos en correr, saltar, escalar, buscar un tesoro  y ser los reyes del mundo mientras saltábamos de nube en nube. Pero llegó una ráfaga de viento, y se llevó todo ese mundo, lo dejó en nuestras cabezas como recuerdos, recuerdos maravillosos, llenos de olores, de pasteles  y  galletas. El árbol del bosque siguió creciendo,  y nosotros también, nos hicimos jóvenes y nos rodeamos de libros, pero al atardecer volvíamos a sentarnos bajo el árbol a mirar el cielo. Sonreíamos al mirarnos y nos mirábamos cariñosamente.
Un día cuando ya anochecía me cogiste de la mano, me diste un beso en la mejilla y nos dijimos te quiero, entonces comprendí que quería pasar el resto de mi vida junto a ti. Cada tarde nos reencontrábamos bajo el árbol, hablábamos, paseábamos agarrados de la mano por el verde prado cubierto por aquel aroma especial que nos rodeaba. Lleno de tulipanes, de todos los colores, pequeñas florecitas que le daban vida a nuestro prado.
 Éramos felices,  éramos jóvenes y fantaseábamos con nuestra boda, nuestros hijos, nuestra casa…  Acariciabas mis manos como algo especial, mientras me susurrabas cosas bonitas como si alguien pudiera robarnos alguna palabra. Compartíamos cada problema, cada hierba seca que  aparecía en nuestro camino, cada lágrima, cada sonrisa.  Pero volvió otra ráfaga de viento y nos dejó cada uno de  esos momentos grabados en nuestras mentes, las cartas de amor y los bombones para dar paso a un sueño hecho realidad, a la luz de la luna, bajo el árbol de nuestra infancia y juventud, en el prado. Brillaba como las estrellas y parecía ser de plata como  el mar. Lo colocaste en mi dedo delicadamente y pronunciaste las palabras necesarias para yo decir sí y abrazarte para no soltarte jamás, vivir contigo para siempre, hasta que nuestros días llegaran a su fin, e incluso después.


Las flores colgaban del  techo,  el príncipe esperando ansioso a tomar de la mano a la princesa que trazaba el pasillo con un vestido blanco y un ramo de flores.  Pude ver su rostro, deseoso, emocionante, esperando algo extraordinario. Te miré y volví a afirmar “sí, quiero”. Entonces  todo desapareció, nos quedamos solos tú y yo, absortos en un beso eterno. Escuché nuestra canción a lo lejos, sentí tus delicadas manos posarse sobre mi rostro, sonriente, infinitamente enamorado.
Edificamos nuestro hogar cerca del prado, una casita hecha de madera, llena de fotos, un piano en el salón, un sillón acogedor y camas calentitas para el invierno. Cada mañana me despertabas con un beso, veíamos la tele mientras cenábamos, dormíamos con la estufa a los pies de la cama y cada tarde salíamos a pasear al prado, a contemplar el atardecer como siempre habíamos hecho. Y así pasaron los años, entonces llegó ella, una pequeña y tierna bebé. Nació, creció y se casó tan rápido como nosotros.
Pronto volvimos a estar solos, después de una vida llena de diferentes labores, ambos nos quedamos tranquilos en casa, sin más trabajo, sin más ocupación que nosotros. Nos sentábamos bajo el porche ya con canas a tomar chocolate caliente, abrigados con mantas, arrullándonos en nuestras mecedoras de madera. Y al atardecer, volvíamos juntos a nuestro prado, paseábamos lentamente encorvados en nuestros bastones, abrigados, mirando el cielo, cada nube, cada recuerdo que nos traía aquel lugar que en poco tiempo quizás no volveríamos a ver. Nos sentamos bajo el árbol  y nuevamente contemplamos el cielo, contemplamos el prado, observamos cada tulipán y vimos como habían perdido su color, su juventud. Observamos como nuestro árbol iba secándose, quedándose sin hojas, y como el viento se las llevaba  a un lugar lejano y desconocido.
Nos acostamos en el césped y recordamos cada momento que habíamos vivido juntos, cada época de nuestra vida, cada lágrima y cada sonrisa que habíamos recogido juntos, cada beso, cada caricia, cada baile. Volvimos a leer las cartas de amor, recordamos el sabor de los bombones, los regalos de navidad, los susurros al oído, los abrazos, las miradas… Recordamos cada momento como si pudiéramos palparlo, y lo vivimos de nuevo en nuestras mentes, para no olvidarlos jamás.
Entonces moriste.
Te agarré de la mano, tu mano congelada por la brisa que te llevaba a otro lugar, lejano y desconocido.
Solo, rodeado de flores secas, de nuestro prado, del atardecer. Lloré anhelando tu consuelo, lloré deseando estar un momento más junto a ti aun que sabía que ahora era imposible. Miré de nuevo hacia el cielo, y lloré por no sentir tu sonrisa. No podía hablar, no podía visualizar mis días sin tu presencia, en este momento no existía un yo sin ti.             
Admiré tu rostro una vez más hasta que la tierra ocultó tu imagen. Entonces llego el viento de nuevo, y me dejo el recuerdo más maravilloso que podría cederme jamás. Tu amor, toda una vida llena de tus recuerdos.
Cada atardecer lo pasaba contigo, que dormías bajo el árbol del prado. Hablábamos, yo te contaba mis cosas e imaginaba tu voz.
El último atardecer fue hermoso, las aves volaban hacia el sur, las nubes color rosáceo inundaban el cielo, el sol se alejaba y daba paso a la luna fundiéndose en un abrazo majestuoso. Entonces morí viendo cada facción de tu rostro, escuchando nuestra canción, percibiendo el olor de tu perfume, divisando a lo lejos tu movimiento, encontrando tu sonrisa bajo la tierra, contemplando el brillo de tus ojos por una fracción de segundo.
Nuestro prado se quedo atrás y nuestro árbol murió con nosotros. La lluvia nos envolvió en frescura mientras nos amábamos por toda la eternidad, para siempre, por siempre, sin fin.

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