Éramos pequeños
niños inocentes. Los globos nos hacían ilusión y el algodón de azúcar nos hacía
sonreír. Nos sentábamos bajo el árbol más especial del prado y mirábamos al
cielo. Pensábamos en correr, saltar, escalar, buscar un tesoro y ser los reyes del mundo mientras saltábamos
de nube en nube. Pero llegó una ráfaga de viento, y se llevó todo ese mundo, lo
dejó en nuestras cabezas como recuerdos, recuerdos maravillosos, llenos de
olores, de pasteles y galletas. El árbol del bosque siguió
creciendo, y nosotros también, nos
hicimos jóvenes y nos rodeamos de libros, pero al atardecer volvíamos a
sentarnos bajo el árbol a mirar el cielo. Sonreíamos al mirarnos y nos
mirábamos cariñosamente.
Un día cuando ya anochecía me cogiste de la
mano, me diste un beso en la mejilla y nos dijimos te quiero, entonces
comprendí que quería pasar el resto de mi vida junto a ti. Cada tarde nos
reencontrábamos bajo el árbol, hablábamos, paseábamos agarrados de la mano por
el verde prado cubierto por aquel aroma especial que nos rodeaba. Lleno de
tulipanes, de todos los colores, pequeñas florecitas que le daban vida a
nuestro prado.
Éramos
felices, éramos jóvenes y fantaseábamos
con nuestra boda, nuestros hijos, nuestra casa…
Acariciabas mis manos como algo especial, mientras me susurrabas cosas
bonitas como si alguien pudiera robarnos alguna palabra. Compartíamos cada
problema, cada hierba seca que aparecía
en nuestro camino, cada lágrima, cada sonrisa. Pero volvió otra ráfaga de viento y nos dejó
cada uno de esos momentos grabados en
nuestras mentes, las cartas de amor y los bombones para dar paso a un sueño
hecho realidad, a la luz de la luna, bajo el árbol de nuestra infancia y
juventud, en el prado. Brillaba como las estrellas y parecía ser de plata
como el mar. Lo colocaste en mi dedo
delicadamente y pronunciaste las palabras necesarias para yo decir sí y
abrazarte para no soltarte jamás, vivir contigo para siempre, hasta que
nuestros días llegaran a su fin, e incluso después.
Las flores colgaban del techo, el príncipe esperando ansioso a tomar de la
mano a la princesa que trazaba el pasillo con un vestido blanco y un ramo de
flores. Pude ver su rostro, deseoso,
emocionante, esperando algo extraordinario. Te miré y volví a afirmar “sí,
quiero”. Entonces todo desapareció, nos
quedamos solos tú y yo, absortos en un beso eterno. Escuché nuestra canción a
lo lejos, sentí tus delicadas manos posarse sobre mi rostro, sonriente,
infinitamente enamorado.
Edificamos nuestro hogar cerca del prado, una
casita hecha de madera, llena de fotos, un piano en el salón, un sillón
acogedor y camas calentitas para el invierno. Cada mañana me despertabas con un
beso, veíamos la tele mientras cenábamos, dormíamos con la estufa a los pies de
la cama y cada tarde salíamos a pasear al prado, a contemplar el atardecer como
siempre habíamos hecho. Y así pasaron los años, entonces llegó ella, una
pequeña y tierna bebé. Nació, creció y se casó tan rápido como nosotros.
Pronto volvimos a estar solos, después de una
vida llena de diferentes labores, ambos nos quedamos tranquilos en casa, sin
más trabajo, sin más ocupación que nosotros. Nos sentábamos bajo el porche ya
con canas a tomar chocolate caliente, abrigados con mantas, arrullándonos en
nuestras mecedoras de madera. Y al atardecer, volvíamos juntos a nuestro prado,
paseábamos lentamente encorvados en nuestros bastones, abrigados, mirando el
cielo, cada nube, cada recuerdo que nos traía aquel lugar que en poco tiempo
quizás no volveríamos a ver. Nos sentamos bajo el árbol y nuevamente contemplamos el cielo,
contemplamos el prado, observamos cada tulipán y vimos como habían perdido su
color, su juventud. Observamos como nuestro árbol iba secándose, quedándose sin
hojas, y como el viento se las llevaba a
un lugar lejano y desconocido.
Nos acostamos en el césped y recordamos cada
momento que habíamos vivido juntos, cada época de nuestra vida, cada lágrima y
cada sonrisa que habíamos recogido juntos, cada beso, cada caricia, cada baile.
Volvimos a leer las cartas de amor, recordamos el sabor de los bombones, los
regalos de navidad, los susurros al oído, los abrazos, las miradas… Recordamos
cada momento como si pudiéramos palparlo, y lo vivimos de nuevo en nuestras
mentes, para no olvidarlos jamás.
Entonces moriste.
Te agarré de la mano, tu mano congelada por
la brisa que te llevaba a otro lugar, lejano y desconocido.
Solo, rodeado de flores secas, de nuestro
prado, del atardecer. Lloré anhelando tu consuelo, lloré deseando estar un
momento más junto a ti aun que sabía que ahora era imposible. Miré de nuevo
hacia el cielo, y lloré por no sentir tu sonrisa. No podía hablar, no podía visualizar
mis días sin tu presencia, en este momento no existía un yo sin ti.
Admiré tu rostro una vez más hasta que la tierra
ocultó tu imagen. Entonces llego el viento de nuevo, y me dejo el recuerdo más
maravilloso que podría cederme jamás. Tu amor, toda una vida llena de tus
recuerdos.
Cada atardecer lo pasaba contigo, que dormías
bajo el árbol del prado. Hablábamos, yo te contaba mis cosas e imaginaba tu
voz.
El último atardecer fue hermoso, las aves
volaban hacia el sur, las nubes color rosáceo inundaban el cielo, el sol se
alejaba y daba paso a la luna fundiéndose en un abrazo majestuoso. Entonces morí
viendo cada facción de tu rostro, escuchando nuestra canción, percibiendo el
olor de tu perfume, divisando a lo lejos tu movimiento, encontrando tu sonrisa
bajo la tierra, contemplando el brillo de tus ojos por una fracción de segundo.
Nuestro prado se quedo atrás y nuestro árbol
murió con nosotros. La lluvia nos envolvió en frescura mientras nos amábamos
por toda la eternidad, para siempre, por siempre, sin fin.