Esa
mañana al despertarme me tuve que abrigar más de lo normal. Me puse otra
chaqueta encima y cerré la cremallera hasta que me tocara la garganta. En el
baño el agua salía fría, lo que hizo que me costara el doble lavarme la cara.
Cuando tuve que cambiar mi pijama pr la ropa que llevaría a clase, eso sí que
fue un suplicio. Desayuné y me limpié los dientes. Entonces salí de casa, y
mientras bajaba las escaleras me percaté de lo oscurecido que estaba todo. La
carretera, los árboles, las rejas… Un olor a humedad invadía la calle. Sobre
mis hombros las gotas del cielo salpicaban mi ropa con sus “buenos días”.
Llovía. Llovía sobre el color verde de las plantas, llovía sobre el negro piche
y las grises verjas. Llovía sobre el mustio color de las montañas, sobre el mar
y la hierba. Llovía sobre mi cabeza acariciando las mejillas sonrojadas de un
semblante mañanero.
Al
entrar al instituto todos arrastraban los zapatos por el suelo para secarlos
del camino. El ambiente era acogedor, al menos para mí. Tras la cristalera de
la entrada se podía apreciar la neblina que cada vez cubría más el paisaje.
Bajo un
cielo encapotado y lluvioso yo disfrutaba. Me aferraba a mi sudadera y me
cubría con mi pelo. Mis uñas color negro se resaltaban en la fría piel blanca
de mis manos.
La
lluvia y el frío me producían satisfacción y tranquilidad. Ese día no tenía
ganas de estudiar ni de hacer nada por obligación. Solo disfrutar de los
detalles y el agua, del calor del algodón y la comida bien caliente. De
escuchar el chapoteo de los niños al pisar un charco y de los dibujos que hacen
las gotas de agua en mi ventana.
Simplemente
apreciar ese día encapotado y lluvioso.
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